EL TREN POR LLEGAR

EL TREN POR LLEGAR

 

 

El día había estado escupiendo agua sin parar y el viento hacia bailar las gotas violentamente, así que a Horace Kane no le extrañaba lo más mínimo que la vieja estación de tren de Glatery estuviera desierta como lo estaba. Bueno también era verdad que el tren que esperaba era el último de la noche, rondando ya la hora de la cena. Y además de que por aquellos lares de campo profundo y ruralismo total, los días eran más cortos y el bullicio de la urbe no existía.  Miró su reloj y vio que faltaba aún treinta minutos para su expreso así que se sentó en un desvencijado banco y se dispuso a disfrutar del aguacero.

Llovía sin parar, y el viento sacudía la marquesina bajo la que se cobijaba Horace Kane acompañando su soledad con el crujir de la madera. Delante de sus ojos y pasando la vía, solo se veía un oscuro bosque difuminado por el manto de agua descendente, que suponía el principio del sendero que conducía al pueblo del que se iba Horace Kane, Glatery. Dicho pueblo no conformaba más de una treintena de casas, un aserradero y dos o tres almacenes de comida. Todos los habitantes eran mayores de cincuenta años ya que los jóvenes emigraban precoces hacia la capital. Aun así, a tal lugar fue a parar Horace Kane días atrás por razones de negocios, enviado por la firma de administradores para los que trabajaba, Peabody & Carsons, para tasar y valorar una parcela tremenda de belleza y tamaño, para la potencial adquisición de un ricachón de la capital interesado en vivir su jubilación en paz y descanso. Para ello no había gastado más de dos días, alojándose en la tasca del pueblo a cambio de un módico precio. No había congeniado mucho con los habitantes del pueblo, ni siquiera con el dueño de la tasca o los habituales parroquianos. No era Horace Kane mucho de congeniar y sí de trabajar, refunfuñar y mirar hacia otro lado.

Mientras pensaba en sus negocios recién finiquitados y los por venir, jugueteaba despistado con la petaca de coñac que guardaba en su bolsillo de la chaqueta. Su única debilidad en este mundo era ese, el buen coñac quemador de gargantas. Agarró la pequeña botella y mientras se la llevaba a la boca percibió con el rabillo del ojo algo a su derecha. Hacia allá miró y descubrió que en el otro banco había una mujer sentada. No pasaría de la treintena. Su pose era recta y firme, casi estática, mirando hacia la vía. Sin dejar de extrañarse por no haberla notado llegar, Horace Kane pensó que la mujer tenía un perfil verdaderamente bello. Rasgos delicados y finos, femeninos aunque no exentos de cierto carácter. La melancolía del paraje y el disfrute alentador del alcohol soltaron la lengua de Horace. Guardó atropelladamente la petaca y dijo:

-Muy buenas señorita, desapacible noche ¿verdad? – dijo rozando levemente el ala de su sombrero.

La mujer llevaba un vestido muy a la moda, de un bonito color celeste y un sombrero blanco precioso. Muy veraniego quizás para estas alturas de año, pensó Horace Kane. La miró durante unos segundos esperando contestación pero la mujer apenas se movió. Ante tal descaro de indiferencia, murmuró un comentario sobre la educación de aquellos tiempos por parte de los jóvenes y volvió la mirada hacia la vía.

De vez en cuando lanzaba miradas huidizas hacia la mujer hasta que se llevó un susto cuando se giró al lado opuesto al de él y susurró algo. De pronto un niño se bajó del banco. Era muy pequeño y la figura de la mujer lo había tapado todo aquel tiempo haciendo pensar a Horace Kane que estaba sola. Sus rasgos eran muy parecidos así que supuso que eran madre e hijo. Extrañamente aquel niño le cayó antipático inmediatamente.

El pequeño comenzó a corretear por la estación simulando ser un avión. Abría los brazos e imitaba el ruido de unas hélices, haciendo como si volara. Horace Kane sonrió como cuando realmente quería llorar. No estaba dispuesto a aguantar a un infante mimado y ocioso revolotear a su alrededor molestándole. Así que se medio incorporó cuando el niño pasaba cerca de él.

-Oye muchachote, te vas a caer como sigas planeando por aquí. Te vas a pegar un cabezazo contra la vía y el tren está por pasar, yo no es por meterte miedo pero yo de ti me sentaba tranquilo en el banco junto a mamá y disfrutaba de este tiempo tan inspirador.

El niño era rubio y tenía la cara llena de pecas. Estaba regordete y sus ojos eran descarados y directos. Todo en él señalaba a un pequeño de esos consentidos y mimados hasta la adolescencia.

-Mi madre me ha dado permiso para jugar y usted es un desconocido así que no puedo seguir hablando.

-No sería un desconocido si tu madre tuviera modales y hubiera respondido a mi invitación de convencionalismos y conversación. Pero bueno por mí sigue planeando que ya verás cómo…

-¡Travis! No empieces otra vez con lo mismo de siempre, ¡se acabó el juego ven aquí y siéntate conmigo! – la madre habló por fin.

Horace Kane pudo ver finalmente la cara de la mujer, y ciertamente que era preciosa.

-Es que el señor me estaba regañando – el niño se puso colorado de frustración

-¡Vaya con el niño!, simplemente le estaba diciendo…- Horace se sentía escandalizado.

-Travis pensé que esto había quedado atrás ya. Siéntate, a la de tres, una…

Travis se sentó. Horace Kane había contemplado el asunto con cierta confusión no sin cierto matiz de furia y escándalo. Aquella mujer, aunque fuera la mismísima Atenea, no podía primero obviarlo, ignrarlo, y luego interrumpirle dos veces cuando estaba hablando. Aquello no podía quedar así. Se levantó furioso y se acercó a la madre y al niño. La ira le recorría las venas, podía notarla como un brasero bajo su alma. El niño le miró asustado y llenando los ojos de lágrimas, se apretujó a su madre aterrorizado de miedo ante la llegada de Horace.

-¡No voy a permitir que, primero, me ignore en mi solidaria invitación al superfluo comentario y la oportunidad de conversar conmigo, segundo, deje a este pequeño mono de feria campar por la estación molestándome y luego, con la total impunidad que le dan sus rasgos femeninos, interrumpirme mientras hablo…dos veces!

Verdaderamente no soportaba la furia que le corroía. Era muy extraño…Entonces pasó algo. La mujer miró hacia ambos lados de la estación con expresión preocupada, aunque seguía ignorándolo y sin signos de siquiera haberle oído. Después pareció como si oliera algo en el ambiente. De su boca emergía un vaho con cada respiración. Del niño también, aunque éste, en aquel momento, prorrumpía en inconsolables llantos. Horace Kane retrocedió estupefacto. ¿Por qué seguía ignorándole aquella mujer? ¿Qué había asustado a aquel niño tanto? Una inquietante sensación de calor comenzó a subirle por el pecho, hacia la cara. Pero no era una sensación de calidez, sino de abrasamiento. De pronto un dolor horrible le atenazó el corazón y se tapó la cara con ambas manos. Gritaba de tortura y aflicción, se sentía arder. Creía que de un momento a otro vería llamas abrazarle por el condensado aire. No sabía que se podía sentir tal calibre de suplicio.  Comenzó a recular para quitarse de la vista de la mujer y el niño en un vano intento de evitar la catástrofe de tal numerito.

Pasaron unos segundos… ¿o fueron minutos? Un sentimiento de atemporalidad y el olvido de la eternidad suprimieron el dolor de Horace Kane en seco, dejando un eco sordo ligeramente molesto. Se destapó la cara y, desde detrás de un panel de horarios escuálido y medio roto, observó a la madre y su hijo. Ella estaba arrodillada mientras consolaba al niño, el cúal no paraba en su retahíla:

-Sí mamá, te juro que esta vez es verdad, verdad de la buena. Lo he visto y he hablado con él, estaba enfadado…

-Mira Travis no sé qué te ha pasado, ¿pero no crees que esa historia es muy antigua ya? La del señor Kane que murió quemado en el antiguo incendio de la estación y todas esas tonterías, estoy harta de tus amigos imaginarios…

-¡Mamá yo lo he visto, creí que era un hombre normal pero luego se acercó y era como un monstruo, y estaba como quemado y olía mucho a alcohol…!

-¿Alcohol?…- la madre cambió repentinamente la expresión de su cara – A mí también me ha parecido oler a coñac durante un momento….

La madre desvió la vista preocupada hacia el otro banco. Se levantó rápidamente y tras decirle algo a su hijo abandonaron rápidamente la estación.

Horace Kane salió desde detrás del panel de horarios y se acercó lentamente hacia la vía. Su mente era un hervidero de recuerdos, sentimientos olvidados y retazos de dolor y furia. Miró hacia la noche lluviosa siguiendo el oscuro camino de los raíles y, se preguntó, cuando demonios llegaría su tren.

 

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